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EL BERGANTÍN DE ILLIA Y LA ÉTICA DEL PODER

PARALELISMO

“No es lo mismo robarle al estado que robarse el estado. El que roba al estado lo daña y lo corrompe. Pero el que se roba el estado, lo destruye”

Arnaldo Pérez Guerra, El ciudadano, 2012

*Illía vendió su Kaiser Bergantín para pagar los gastos de enfermedad y muerte de su esposa. Cristina no tuvo que vender joyas, hoteles, campos ni utilizar millonarios ahorros en dólares para pagar los gastos de sepelio de Néstor. Distintos patrimonios, distintas épocas, distintas éticas.

**El piso ético debería ser diferente para ciudadanos comunes que para funcionarios encumbrados

***La Constitución no debería ser guarida para los acusados de graves delitos contra el patrimonio público.

                         Para los que escriben, a veces un sueño, una palabra, un objeto sirve como disparador de sus textos. En este caso, el auto de Arturo Illía, un Kaiser Bergantín, adquirido durante el ejercicio de la presidencia, abonó mi imaginación con comparaciones que parecían locas, fuera de medida, trazar paralelo de líneas que parecen tener un sentido perpendicular parece imposible.

                             ¿Cómo podría comparar un auto nacional con campos, hoteles, joyas, relojes Rolex o carteras Louis Vuitton? Es la comparación de dos tiempos distintos, el de la década del 60 del siglo pasado con las dos primeras del siglo XXI, el de la presidencia del médico del Cruz del Eje con las de un matrimonio de abogados de Santa Cruz. Sí que son comparables esos objetos, tanto que uno -el Bergantín- podría simbolizar la honestidad, la austeridad, la sencillez en el manejo del estado, y los otros -campos, hoteles, relojes, carteras- la corrupción, el despilfarro, el descontrol.

                         El Kaiser Bergantín tuvo que ser vendido por Illía al abrupto fin de su presidencia, para pagar los gastos generados por la enfermedad y muerte de su esposa un par de meses antes. No había aceptado fondos públicos para hacerlo. Salió más pobre que cuando entró.

                         No es el caso del matrimonio sureño. Ingresaron a la función pública con pocos bienes, egresaron multimillonarios. Por obra y milagro de un tal Norberto Oyarbide, casi por arte de magia blanquearon su colosal patrimonio.

                         A su salida de la presidencia, Illía vendió su Bergantín para pagar las deudas por la muerte de su esposa, Cristina tuvo más suerte, nada tuvo que vender para pagar los gastos de sepelio de Néstor, pudo mantener sus joyas, relojes, hoteles, estancias, millonarios depósitos en dólares (por lo menos lo que se le conoce en blanco).

                         Y para tranquilidad de todos y todas, a diferencia del médico de Cruz del Eje que renunció a su jubilación como presidente, sus dos beneficios previsionales le fueron concedidos a la abogada exitosa y ahora recibe más de cuatro millones de pesos mensuales.

                         Claro que la vida continúa y no es la misma para todos los que ostentaron cargos tan altos.  Illía, por ejemplo, pudo dormir con tranquilidad hasta su muerte sucedida en 1983, Cristina se halla enredada en la madeja de gravísimas causas de corrupción.

                         Escudada en sus fueros y haciendo uso y abuso de normas constitucionales y procesales creadas con un fin diferente, no se cansa de utilizar cuánta chicana le aconsejan sus mediocres abogados, para intentar neutralizar contundentes pruebas en su contra.

                         Todo vale en el toma y daca de una defensa no técnica, hasta mostrar fotos de jueces y fiscales jugando al fútbol, menos, por supuesto, ofrecer elementos que pudieran convencer de su inocencia.

                         La comparación que efectuáramos entre dos polos opuestos, Illía por un lado y los Kirchner por el otro, nos conduce al escabroso tema de la ética pública y las normas que la regulan.

                         Dice el prestigioso constitucionalista Roberto Gargarella que: “De manera habitual, los derechos fundamentales no son incorporados a la Constitución por algún descubrimiento, necesidad o cálculo, sino por razones más prosaicas: la vergüenza o el horror, entre ellas”.

                         ¿Qué quiso decir? Sencillamente que la Constitución no es un instrumento meramente teórico, sino que es producto de las vivencias de la sociedad. Si en la reforma de 1994 se incorpora un artículo que castiga severamente la interrupción del sistema democrático, es por nuestra larga historia de golpes de estado. Si en la misma norma se asimilan esos castigos a los actos de corrupción pública, es porque los hubieron de sobremanera.

                         Sin embargo, nadie imaginaba en 1994, que la corrupción que sobrevendría en el siglo XXI sería mil veces peor que la que tuvieron en cuenta los convencionales constituyentes. Ya no se trataría de cometer ilícitos oportunistas en la tarea de gobernar, sino gobernar para cometer ilícitos, armar un sistema organizado, planificado, calculado, para sustraer fondos públicos de manera colosal.

                         De allí es que, como enseñanza de un tiempo oscuro, deberíamos entender la necesidad de modificar normas que acompañen un proceso de depuración de la corrupción en función pública.

                         La ética para los poderosos, para los que ocupan escaños en el estado y administran los dineros públicos, debería tener un piso superior al de los simples mortales. Para ellos, ser y parecer, como la mujer del César, debería ser el enunciado normativo.

                         La ética no debe ser meramente una moral intelectualizada, debe concretarse en los hechos y en las normas, conforme lo predicó Aristóteles en su Ética a Nicómaco.

                         En tal sentido, la Constitución y la Ley deberían tener garantías menos potentes para los gobernantes cuando de corrupción pública se trate. ¿Qué quiero decir? Que la propia Constitución Nacional hoy funge como un aguantadero en el que se refugian los poderosos, ya sea con la barrera de los fueros o con el escudo del principio de inocencia.

                         Por un lado, el poder legislativo no puede ser guarida de condenados, como lo fue en el caso de Carlos Menem que, teniendo pena privativa de libertad firme, murió siendo Senador sin que el “corto” brazo de la justicia pudiera hacer ejecutar la sentencia de cárcel.

                         El funcionario público de cierta jerarquía, sobre todo aquél que ha concentrado gran parte del poder público en razón de su cargo, debería estar obligado a probar su inocencia cuando exista verosímil acusación de delitos cometidos en perjuicio de la administración pública.

                         Probablemente, los constitucionalistas de libro y los penalistas garantistas pongan el grito en el cielo ante tamaño ataque al derecho penal liberal.

                         Pero, en tiempos en que la corrupción estructural ha fracturado la columna vertebral moral y económica del país con la fuerza en el uso y abuso de poder para cometerla, debería contraponerse una fuerza igual en sentido contrario, mediante la privación a los funcionarios, de las barreras legales que protegen a los ciudadanos comunes.

                         La Constitución, de tal modo, debería basar sus normas en distintas varas éticas, ya se trate de personas comunes o de funcionarios de rango. Para los primeros, la presunción ética de Illía, la inocencia hasta que se pruebe lo contrario. Para los presidentes, la presunción ética de los Kirchner, culpables hasta que demuestren lo contrario.

                         Asistimos hoy al indigno espectáculo de quién fue presidenta por dos veces consecutivas y ahora vicepresidenta, de utilizar las armas institucionales que la ciudadanía le confirió para que trabaje por el bien común, haciendo uso del poder del estado para obstruir el trabajo de la justicia, remover jueces y fiscales no adictos, modificar la composición de la Corte Suprema, promover normas que la beneficien en su condición jurídica.

                         Son tantas las pruebas en cantidad y calidad, que probablemente Cristina resulte condenada. Sin embargo, también es probable que nunca cumpla la condena, como Menem, escudada en una cadena de fueros legislativos que la protegerán hasta el fin.

                         Dr. JORGE EDUARDO SIMONETTI

*Los artículos de esta página son de libre reproducción, a condición de citar su fuente

 

 

Jorge Simonetti

Jorge Simonetti es abogado y escritor correntino. Se graduó en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Nordeste. Participó durante muchos años en la actividad política provincial como diputado en 1997 hasta 1999 y senador desde 2005 al 2011.

Se desempeñó como convencional constituyente y en el 2007 fue mpresidente de la Comisión de Redacción de la carta magna. Actualmente es columnista en el diario El Litoral de Corrientes y autor de los libros: Crónicas de la Argentina Confrontativa (2014) ; Justicia y poder en tiempos de cólera (2015); Crítica de la razón idiota (2018).

https://jorgesimonetti.com

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