#COLUMNASIMONETTI Cumbre de las Américas presidente Fernández

HOMBRE MIRANDO AL SUDOESTE

CUMBRE DE LAS AMÉRICAS

“El silencio de los ausentes nos interpela”

Presidente Fernández, en la Cumbre de las Américas

*La Cumbre de las Américas significó un intento del anfitrión de fortalecer las relaciones con el subcontinente, ante la perspectiva de una tercera guerra mundial. El presidente Fernández, en su discurso, quiso complacer más a su interna que exponer la estrategia del país.    

**Quedar bien antes que gobernar bien es la única explicación de las acciones de un presidente que administra mirando al sudoeste.

***No son buenos tiempos para el país, por las difíciles circunstancias objetivas y por la baja calidad de su gobierno.

                               En el manicomio dónde trabaja el doctor Julio Denis, en Buenos Aires, aparece un día Ramtés, un nuevo paciente. Cada tarde, permanece en trance en el patio del asilo, mirando al sudeste, desde dónde supuestamente envía y recibe mensajes del Mesías.

                               Es el argumento de la película de Eliseo Subiela, “Hombre mirando al sudeste”, estrenada con gran suceso en 1986, en la que, finalmente, el médico no sabe si su paciente está realmente loco.

                               El Calafate (provincia de Santa Cruz) es el lugar en el mundo de Cristina Kirchner. Se encuentra ubicado en el ángulo sudoeste de la Argentina.

                               Si hoy filmara Subiela, tal vez el protagonista no se llamaría Ramtés sino Alberto, no miraría al sudeste sino al sudoeste, no permanecería en trance conectado con el Mesías, acoplaría todos los días con Cristina. Claro que, antes que un thriller psicológico, podría pertenecer al género de la tragicomedia, la que vive el público argentino todos los días.

                               El presidente Fernández se parece mucho al personaje principal de la película, no porque padezca de una patología psiquiátrica similar, sino por su persistente actitud de mirar hacia un punto cardinal, en el que está, no el Mesías que lo guía sino Cristina que lo interpela.

                               Desde el 10 de diciembre de 2019, el país es como un barco que navega en aguas borrascosas, potencialmente con capacidad para mandarlo a pique en cualquier momento. El capitán no examina la brújula, la altura de las olas, la dirección de los vientos, mira exclusivamente las señas de la sub-capitana.

                               Este costado insuperable del temperamento presidencial, su falta de carácter, su dependencia patológica de quién considera su mandante, muestra a un gobernante cuyo mayor anhelo es quedar bien y no gobernar bien. Su mente busca obsesivamente la mirada condescendiente de su mentora, aunque reciba casi invariablemente el cruel gesto de la descalificación.

                               Asimila con temple de boxeador los directos a la mandíbula, lo prefiere antes que plantar la bandera de sus propias convicciones, que las tiene, aunque por cierto variables, conforme el momento. Si no son del agrado de su interlocutora, tiene otras, como Groucho Marx.

                                Es que, reiterando una figura muy usada en el campo de la psiquiatría, el padecimiento de Alberto debe inscribirse sin dudas en lo que se ha dado en llamar “el síndrome de Estocolmo”, esa conducta del secuestrado que ama a su secuestradora.

                               Desde el mismo momento en que lo eligió candidato a presidente, Cristina secuestró a Alberto, no materialmente sino políticamente, emocionalmente, humanamente. Y el secuestrado tiene una dependencia patológica de su secuestradora, la defiende, la obedece, la enaltece, más aún con cada bofetada que recibe.

                               En el discurso pronunciado en la Cumbre de las Américas realizada en Los Ángeles, no pareció que el presidente mirara a su calificado auditorio de primeros mandatarios, estaba posando su vista en el sudoeste argentino.

                               Tenía a su frente a los presidentes americanos, pero se dirigía a Cristina. Sus palabras buscaban agradarle, hacerle saber que piensa igual que ella. Biden y compañía, para Alberto, fueron personajes secundarios, la residente del Calafate era su único público.

                               Y así como ama a su secuestradora, ama todo lo que ella representa o simpatiza: su antinorteamericanismo obcecado y su relación con cuánto dictador pulula por el mundo.

                               A pesar de que firmó el acuerdo con el FMI, insólitamente le enrostró a Biden el alto endeudamiento argentino, no le importó su esencial contradicción, sabía que le agradaría a Cristina. Ofició de equilibrista inexperto, no le importó caer en el ridículo.

                               Se sintió paladín, y fue la voz de los que no tienen voz, la de los dictadores Maduro de Venezuela, Diaz Canel de Cuba, el dúo Ortega Murillo de Nicaragua. Infló el pecho cuando dijo: “el silencio de los ausentes nos interpela”, mereciendo la aprobación de Maduro, pronunciada desde Irán donde se encontraba de visita.

                               Pero los verdaderos ausentes no fueron los dictadores de esos tres países latinoamericanos, sino sus respectivos pueblos. Si en la cumbre atronó una interpelación, ésa fue la de los pueblos sometidos por esos autoritarios, no fue el silencio de los dictadores ausentes, fue “el silencio de los inocentes”, de los pueblos inocentes que sufren persecución, cárcel, exilio, muerte.

                               Nada dijo sobre los aproximadamente 1000 presos políticos que tiene Cuba según Human Rights Watch, ni de los 115.000 cubanos que huyeron de la isla en los últimos 7 meses. No abrió la boca por la persecución y las ejecuciones extrajudiciales en Venezuela, denunciada por la Alta Comisionada de las Naciones Unidas por los Derechos Humanos, Michelle Bachelet. Guardó silencio sobre la gran cárcel de opositores en que se ha convertido Nicaragua.

                               Los discursos de Alberto no están atados a la ideología, tampoco a los principios ni a las conveniencias políticas. Sus piezas oratorias resbalan siempre sobre el almíbar empalagoso de su histrionismo teatral. En el país o fuera de él, alza la voz para que escuche su única destinataria.

                               Mientras hablaba, su entusiasmo fue creciendo. Ya se estaba imaginando que sus palabras representaban música para los oídos de su vicepresidenta. Y fue por más, se animó a criticar a la Organización de Estados Americanos y a pedir la renuncia de su Secretario General, el uruguayo Luis Almagro, que no es del paladar de los autoritarios.

                               “Le puso la guinda a la torta”, dijo un Maduro que hasta hace poco lo defenestraba. Fernández aprovechó la presencia de Biden. Tal vez no lo haya tomado del brazo, como en Roma, pero con la misma actitud lo invitó a la reunión de la Celac en nuestro país. “Espero ansioso su invitación” dijo el norteamericano, apurado por desembarazarse. Habrá recordado la reunión en Mar del Plata, dónde el anfitrión Néstor Kirchner prohijó una contracumbre con Chávez y Fidel Castro.

                               La carencia de una estrategia coherente e inteligente en política exterior, no es óbice para que Alberto piense que en la cumbre sumó puntos para su reelección. Es que, no era para menos, ya no sería sólo el “abrepuertas” de Putín, sino además el “puente” de Biden, y encima con la venia de Cristina. Redondito, pensó.

                                A esta altura de los acontecimientos, no es sólo la imagen presidencial la que está bajo tierra en el imaginario internacional, sino la seriedad de nuestro país para encarar temas muy importantes como el de los derechos humanos y las alianzas estratégicas. Abrazarse con todo el mundo no significa ser aliado confiable, tampoco la retórica nos hace revolucionarios.

                               Estados Unidos reconoció su retroceso en la relación con Latinoamérica durante los 4 años de Trump. Biden alertó sobre la posibilidad de una tercera guerra mundial.  Recomponer coaliciones con nuestro subcontinente comienza a ser una exigencia de la hora.

                               A la Argentina, para estar a la altura de las circunstancias, no le alcanza con un presidente mirando al sudoeste.

                               Dr. JORGE EDUARDO SIMONETTI

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Jorge Simonetti

Jorge Simonetti es abogado y escritor correntino. Se graduó en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Nordeste. Participó durante muchos años en la actividad política provincial como diputado en 1997 hasta 1999 y senador desde 2005 al 2011.

Se desempeñó como convencional constituyente y en el 2007 fue mpresidente de la Comisión de Redacción de la carta magna. Actualmente es columnista en el diario El Litoral de Corrientes y autor de los libros: Crónicas de la Argentina Confrontativa (2014) ; Justicia y poder en tiempos de cólera (2015); Crítica de la razón idiota (2018).

https://jorgesimonetti.com

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