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LOS MALES DE LA DEMOCRACIA SE CURAN CON MÁS REPÚBLICA

NUEVO ESCENARIO INSTITUCIONAL

“La república es tocar al poder. Tocar al poder y quitarle el poder al poder”

Julio Anguita, político español

*Luego del 10 de diciembre, el poder se encuentra más repartido como debe ser en una república. Sin perder el oficialismo el carácter de primera minoría, la oposición recupera protagonismo en el Congreso. La Corte, por su parte, le sustrajo al oficialismo la mayoría en el Consejo de la Magistratura.

**En los dos primeros años de su gestión, Fernández no pudo encausar el rumbo político, social y económico del país, probablemente por su aislamiento y su discurso confrontativo, a pesar de encontrarse con cómodas mayorías legislativas.

***Para arreglar con el FMI, Alberto hará lo que el tero: grita en un lado y pone los huevos en el otro, como es su costumbre. Sin embargo, la deuda con el organismo internacional es apenas de un 15 a un 20% del total del pasivo nacional. Seguirán los tiempos difíciles, con acuerdo o sin él.

                               La libertad nace en el vientre de la democracia, pero sobrevive en el regazo de la república.

                               En mi libro “Las zonas oscuras de la democracia” (2020), me interrogo acerca de si es suficiente el origen electivo de las autoridades para que pueda hablarse con propiedad de un sistema democrático. Y la respuesta es que el voto es un requisito necesario, pero no suficiente.

                               La democracia no es unívoca, puede ir desde un régimen de “hegemonía cerrada”, dónde las élites gobiernan según su exclusiva voluntad, hasta el ideal que el debate politológico califica como “poliarquía”, una gran apertura a la participación ciudadana y una buena calidad de la representación.

                               De modo tal que el origen electivo no constituye garantía del funcionamiento democrático, porque la experiencia histórica indica que sobre la base del voto se han construido democracias estables, participativas y consolidadas, pero también verdaderas autocracias.

                               Los Estados Unidos constituyen un país de grandes contrastes, desde una sociedad que lleva sobre sí misma el gran peso de la discriminación, hasta un faro de libertad traducido en una Constitución que sirvió de espejo para la consolidación de las democracias modernas.

                               Los “padres fundadores”, así se los llama a los que delinearon la arquitectura constitucional del país del norte, sabiamente han producido la teoría de la democracia en consonancia con el “sistema de controles y contrapesos”, que en pocas palabras significa la “división de poderes”, su autonomía de funcionamiento y el mutuo control.

                               Es lo que la teoría define como república a una sociedad constitucional, que elige a sus autoridades conforme a la ley y que divide las funciones de los representantes.

                               Hablar de los distintos tipos de democracia, nos lleva a establecer que pueden existir democracia sin república, pero nunca república sin democracia. La forma republicana de gobierno puede estar en la norma, pero si no está en el funcionamiento, si existe el copamiento de los tres poderes por una camisa partidaria, la autocracia es la forma de gobierno.

                               El continuismo, la no alternancia en el poder, marca inexorablemente la pérdida de calidad democrática y la muerte en fases de la república.

                               Tengo una mala noticia para las mayorías: cuando una misma expresión política o una misma persona gana más de dos elecciones seguidas por un amplio margen de votos, podría quizás hablar bien del gobernante (o no), pero seguramente habla mal de la sociedad y de sus partidos políticos.

                               En tal caso, el poder no tarda en concentrarse, porque el sistema es copado por el continuismo, las instituciones se debilitan, la sociedad se mimetiza con el poderoso y la pluralidad paulatinamente se va borrando de la faz política. No serán ya las instituciones las que garanticen la subsistencia de los valores republicanos, sino la discrecionalidad de quien se encuentre al mando (repito: al mando).

                               Al hablar de instituciones no me refiero sólo a los tres poderes del estado, también a las que intermedian en el ámbito social, entre ellas en especial al periodismo, cuyo principal rol republicano es contarle las costillas al poder, pero que terminan siendo cooptados por éste, especialmente en las provincias rentísticas con poco grado de desarrollo económico y social.

                               Aun con grandes porcentajes de adhesión electoral, lentamente se va conformando un combo venenoso para el sistema: el copamiento progresivo de los poderes, el debilitamiento de la pluralidad, la consolidación del discurso único, y la ausencia de voces distintas que tengan impacto social por su falta de reflejo en los medios.

                               La democracia, tal cual lo hemos dicho, es el presupuesto de la libertad, pero la república es su condimento esencial, sin ella el sistema puede saber a cualquier cosa menos a democracia.

                               La voluntad de las mayorías no constituye la garantía del funcionamiento adecuado de la democracia indirecta, dónde los que gobiernan son una minoría elegida. Mal que nos pese, el poder transforma a la persona y resulta afrodisíaco para los peores instintos del ser humano.

                               Son pocos los que no se envanecen, los que no pierden la perspectiva de que en definitiva son simples mortales, con mayor o menor suerte, pero que terminarán dónde todo el mundo. Decía Montesquieu que “todo hombre que tiene poder se inclina por abusar del mismo; va hasta dónde encuentra límites”.

                               Desde el 10 de diciembre se produjo un cambio en la geografía institucional que, esperamos, se refleje en una mutación en el funcionamiento republicano.

                               El electorado no siempre acierta, pero en esta oportunidad tuvo la sabiduría de “repartir” el poder entre las fuerzas políticas, de manera tal de mantener una impronta mayoritaria en las huestes oficialistas, pero una recuperación opositora que le hará bien a una democracia necesitada de frenos y contrapesos.

                               Los dos primeros años del gobierno de Alberto Fernández estuvieron signados por una alta concentración del poder, dónde el Congreso funcionó como un aditamento de la autoridad ejecutiva y el poder judicial cómo lo que fue siempre: un poder estratégico que se mueve al ritmo que marcan los violines de los inquilinos de los sillones públicos.

                               Paradójicamente, más por fallas de personalidad que por razones objetivas, el poder nunca estuvo menos presente, más desplazado hacia otros sectores, más chirle en punto a la autoridad presidencial. El manejo de los tres poderes no sirvió para instrumentar una política de consolidación del funcionamiento económico y social, aunque sí para hegemonizar el discurso y la actitud confrontativa.

                               Hoy pueden advertirse señales alentadoras para ver la luz al final del túnel.

                               Una primera, que los resultados electorales cambiaron la composición del poder legislativo, especialmente la del senado. Sin perder el oficialismo su carácter de primera minoría necesitará de aliados para conformar el quórum y para obtener mayorías, especialmente las de requerimiento calificado. El tratamiento del presupuesto es una prueba de ello.

                               Por su parte, existen indicios en el ámbito judicial que alientan una recuperación republicana, por lo menos de parte de los jueces. Para la designación del presidente de la Cámara de Casación, durante cuyo mandato no interviene en las importantes causas de corrupción pública que tramitan ante esos estrados, se tuvo en cuenta no debilitar el carácter mayoritario de los jueces con independencia funcional, en desmedro de los jueces militantes.

                               La Corte, por su parte, termina de declarar la inconstitucionalidad de la conformación del poderoso órgano que selecciona y remueve a los jueces, el Consejo de la Magistratura, ordenando se vuelva al equilibrio entre los estamentos, perdido en favor del gobierno de turno conforme la ley de 2006 propuesta por Cristina. Para ser sinceros, esa ley había beneficiado tanto al gobierno de los Kirchner como al de Macri.

                               La política es dinámica, los hechos políticos y sociales no están prefijados necesariamente por el delineamiento normativo. Sin embargo, es de esperar que la mayor cuotificación genere más pluralismo y vaya en beneficio de nuestro castigada Nación.

                                                Dr. JORGE EDUARDO SIMONETTI

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Jorge Simonetti

Jorge Simonetti es abogado y escritor correntino. Se graduó en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Nordeste. Participó durante muchos años en la actividad política provincial como diputado en 1997 hasta 1999 y senador desde 2005 al 2011.

Se desempeñó como convencional constituyente y en el 2007 fue mpresidente de la Comisión de Redacción de la carta magna. Actualmente es columnista en el diario El Litoral de Corrientes y autor de los libros: Crónicas de la Argentina Confrontativa (2014) ; Justicia y poder en tiempos de cólera (2015); Crítica de la razón idiota (2018).

https://jorgesimonetti.com

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