Haciéndome paso entre los vehículos oficiales que impiadosamente obstruyen todas sus ochavas, encaré la dificultosa subida por los deteriorados y angostos escalones que supieron ver mejores tiempos. Sobre viejos baldosones de cemento, quebrados, con depresiones y cantos expuestos, con una impresión de vetustez y abandono, caminé una treintena de metros hasta el monumento del General San Martín,
Alcé mi vista, y allí estaba, impertérrito, el Libertador, inmortalizado en el bronce de la estatua construida en 1902, montado en su corcel y con su dedo apuntando hacia el Este, es decir hacia la Casa de Gobierno y la Municipalidad. Estaba en nuestra plaza principal, la más antigua, escenario singular de muchas gestas patrióticas.
Imaginé un diálogo con San Martín: -Mi general -le dije con voz queda-, me duele mucho verlo con un uniforme verde oliva, su vestimenta siempre fue impecable, de tonos azules y adornos bronceados.
El abandono había hecho su trabajo con el prócer y su corcel, uniformándolos con ese verde mohoso. El resto, fue obra de las palomas, que se apiadaron del monumento, y lo adornaron con sus blanquecinas deposiciones.
Conmovido por el cuadro lamentable que observaba, me animé a más: -Mi general, por qué no se traslada a la Costanera, que lleva su nombre y no tiene una sola estatua suya, el paseo costero está un poco mejor-.
Allí recién creí escuchar la respuesta: -Mi estimado escriba, así como su tarea le impone estar dónde la tinta ensucia el papel, la mía debe ubicarme en el campo de batalla, y hoy ese lugar es la plaza 25 de mayo, que libra una dura batalla contra la negligencia, la desidia, el desinterés, de las autoridades-.
Su respuesta me conmovió. San Martín agregó: -Aunque sepultado por la capa de moho y excremento de paloma, no dejaré de apuntar con mi dedo hacia dónde están los responsables de tamaña desidia con la plaza histórica. Los veré nuevamente depositando coronas y flores a mis pies. Pero son tan ciegos como lo fue el gobierno de Buenos Aires, allá por mil ochocientos y pico, que no supo ver las necesidades del Ejército de los Andes, pero que luego se codeaban para ocupar la primera fila con los éxitos en los llanos de Chacabuco o en la cuesta de Maipú.
Mirando a mi alrededor, viendo a nuestra plaza principal con sus pisos deteriorados, con bases de cementos de lo que antes eran columnas de alumbrado, son su retreta despintada, sin flores, con su vegetación mal mantenida, con sus pastos apenas cortados, con un olvido notable para su puesta en valor como en otros lugares de la ciudad, me animé a repreguntarle al Libertador:
-Pero mi general, ¿no consultó con su subordinado nuestro comprovinciano el Sargento Cabral, que dio su vida por Ud., o con ese correntino, el Dr. José Ramón Vidal, que salvó tantas vidas durante la fiebre amarilla en 1871, qué gestiones hicieron para que la plaza Cabral y la plaza La Cruz fueran revalorizadas y reconstruidas?
La respuesta del Libertador, en esta oportunidad, fue destemplada:-Si en 1822 partí de mi patria para no participar en las luchas intestinas, menos aún voy a hacerlo ahora cuando las diferencias políticas han impedido algo tan simple y poco trabajoso: que la plaza 25 de mayo sea revalorizada y reconstruida.
Me quedé pensando. Tenía razón el Libertador. Vignolo era ricardista y no le iba a arreglar la plaza a Arturo. Camau y Ríos son justicialistas, y tampoco le iban a hacer el favor al radical que ocupaba el sillón de 25 de mayo y salta.
¿Pero y ahora, que existe una perfecta alineación de planetas? Bueno, ehhh, ahora….hay que ocuparse de los índices de pobreza, o las baldosas están caras, o estamos en otoño y las flores no abundan, o nos ocupamos de planificar la ciudad del futuro.
Me despedí de San Martín que seguía, impertérrito, con su dedo apuntando hacia el Este, bajo una gruesa capa de moho.
No se si lo soñé, pero fui raudamente hasta la plaza, y está tal cual como en mis diálogos con el prócer. Y comprobé que ni siquiera tiene rampas para los afectados de movilidad.
Jorge Eduardo Simonetti
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