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INSULTO ARGENTINO, UN PRODUCTO EN DEGRADACIÓN

LA RED NO ES CULPABLE

Un país también se define por la manera en que insulta”

Manuel Rivas, La pereza del insulto

                               En su último artículo del The New York Times, el periodista argentino radicado en España, Martín Caparrós, cuenta que cuando escribe sobre su país natal, recibe invariablemente un rosario de insultos de todo calibre, haciendo referencia a una de las habilidades más reconocidas de nuestros connacionales: el insulto, la violencia verbal, la “patoteada”.

                               “Insultacomounargentino.com” es un sitio web creado por dos españoles, Paco y Pedro, que en su mensaje inicial expresa: “Cuando se trata de insultar con creatividad, sin dudas los argentinos se llevan el premio gordo”. Refiriéndose al último mundial de fútbol, dicen que para los argentinos, un simple “gordo” no es suficiente para calificar al Pipita Higuain, se necesita algo más rotundo como un “cementerio de canelones” para que la cosa quede bien clara. Lo mismo con Sampaoli, entonces D.T. de la selección de fútbol, nada de “pelado”, lo mejor es lanzarle un “tobogán de piojos”.

                               Pancracio Celdrán Gornariz, en “El gran libro de los insultos”, expresa que “particularmente ricas en iniciativas insultológicas son México y Argentina”. Refiriéndose a nuestro país, recuerda un memorando laboral de una multinacional para sus empleados, en el que prohíbe en horario de trabajo la utilización de voces y expresiones tales como…(comenzando por el vegetariano “carajo” y siguiendo con una larga lista en la que abundan expresiones menos homeopáticas,  como “la c…de tu h…” y muchas otras lindezas verbales).

                               Pero, cierto es que desde que el mundo es mundo, el “insulto” es una de las expresiones distintivas del género humano. Si la profesión más antigua del mundo fue la “prostitución”, sería razonable pensar que algunas de las primeras palabras en boca de Adán o de Eva, pudiera haber sido un insulto (mi imaginación ensaya insultos varios para las épocas de la creación, pero me los guardo).

                               Todos los pueblos, todas las sociedades, han utilizado y utilizan el insulto, cada uno con su propio estilo y vocabulario.


El insulto forma parte de la vida de los pueblos. El insulto argentino, que en su momento se destacó por su creatividad y agudeza, hoy se ha vuelto vulgar y destemplado. Individuos ignorantes y altaneros, que hacen de la descalificación dañosa su único modo de trascender, infectan las redes sociales con su mala educación y su fraseo sincopado de bajezas


                               Pero el insulto pareciera que no es sólo un adjetivo, adquiere vida propia cuando llega al destinatario. Hay insultos simpáticos e ingeniosos, que causan alegría en los insultados, hay otros indirectos por su carga de ironía, hay insultos directos y procaces, hay insultos con intención de dañar y, porque no, otros con el propósito de ambientar una situación.

                               Es decir que, en sí, el insulto no es malo, siempre y cuando no tenga el objetivo y la capacidad de dañar al semejante, de molestar, de destruir, de discriminar, de causar dolor.

                                En el mes de octubre de 2019, en la ciudad de Córdoba (República Argentina), se realizará el Congreso Internacional de la Lengua Española, que reunirá a 200 expertos y escritores, entre ellos Vargas Llosa. Es de suponer que el insulto tendrá su espacio, como lo tuvo en el discurso de recepción de Julio Casares ante la Real Academia Española, en 1921, cuando expresara que “los insultos viven en familia: basta tirar uno para que salgan en tropel todos: quién dice cabrón no se resiste a la tentación de añadirle h…de p…”.

                               Lo dijo Fontanarrosa en su histórica alocución en 2004, en el Congreso de la Lengua en Rosario, defendiendo el uso de algunas malas palabras que, por su sonoridad y fuerza, otorgan mayor capacidad para expresarse, como “pelotudo” y “carajo”.

                               Pero, yendo a la cara oscura del insulto, su papel muchas veces ha sido el del peor de los villanos, la más severa expresión de la violencia, tanto o más que la violencia física.

                               Y en estos tiempos cibernéticos y de la sociedad del conocimiento, como se los llama, la cuestión se ha tornado más grave, porque las personas nos manejamos con un mínimo de palabras, muchísimas menos que antaño, la mayoría con frases sincopadas. Un ciudadano medio utiliza entre 500 y 1000 palabras para comunicarse cotidianamente, en un idioma español que tiene 20.000 vocablos activos y 40.000 pasivos (estudio de la RAE, a 2010), y los jóvenes se arreglan con tan sólo 240.


En la era cibernética, en un idioma tan rico como el español, con veinte mil vocablos activos y cuarenta mil pasivos (informe RAE 2010), los adultos promedio nos manejamos con poco más de 700 palabras, y los jóvenes con apenas 240


                               Lo más grave de todo esto es que un vocabulario pobre da como resultado un pensamiento pobre, y que la menesterosa capacidad para expresarse se transforma en violencia, verbal y material.

                               En el siglo XXI, el insulto ha adquirido otras dimensiones, otras implicancias, otra resonancia. Nos referimos a los insultos en redes sociales, ése que muchas veces se formula desde la cobardía de los perfiles falsos, o de la desvergüenza del que teclea protegido por el ciber espacio.

                               Si, al decir del premio nobel Humberto Eco, “la internet le ha dado voz al tonto del pueblo”, sin dudas que las redes sociales (que son instrumentos que nosotros moldeamos) le han dado visibilidad al narcisista, al exhibicionista, y, lo peor de todo, también voz a los “haters”, los llamados “odiadores” en idioma castellano, los que inundan los sitios de insultos sin sentido, con la intención de dañar reputaciones, moral, estados de ánimo.

                               Si antes los argentinos teníamos una capacidad insultiva notable y creativa, con las redes sociales esa aptitud se ha multiplicado exponencialmente pero en degradación vertical,  por su carácter dañino y su nivel cloacal.

                               Es que las redes se han transformado en un “speaker’s corner”, un altavoz para los que antes no tenían voz, pero también en un multiplicador de bajezas de una cobardía singular para los que no tienen la capacidad de la autolimitación y de la educación.

                               Y traslado mis experiencias en las columnas de opinión que escribo, que también se difunden por redes sociales. A ojo de buen cubero, estimo que en los comentarios debajo del artículo, mínimamente el ochenta por ciento están llenos de insultos, intentando descalificar al autor (argumentos “ad personam”) y no al contenido, aunque también los hay quienes se insultan entre ellos. Se utilizan las expresiones más descalificadoras, las palabras más dañosas.


Un vocabulario pobre da como resultado un pensamiento pobre, y nuestra menesterosa capacidad para expresarnos se transforma en violencia verbal y material. No es culpa de las redes sociales sino de nosotros mismos y de nuestro sistema educativo


                               Y ello ocurre en todas las publicaciones que mencionan a personas conocidas, cuando la gente opina sin filtro moral ni de buen gusto, descargan sus frustraciones, sus carencias, sus complejos no asumidos, su incompetencia para pensar racionalmente, calmando sus egos con la patoteada verbal.

                               Y la culpa no es de las redes. Si la ignorancia, el insulto, lo ruin, tienen tanta presencia hoy en el mundo “virtual”, unido al alarmante mal uso del idioma, es porque hay un malestar, un vacío, en el mundo “real”.

                               Dije en mi libro “Crítica de la razón idiota”, que debemos tomar conciencia “de nuestra condición de época, en la que el conocimiento se está transformando en un producto exótico, el pensamiento en un insumo escaso, y la ignorancia en una condición apreciable”, y debería agregar ahora: y el insulto ordinario en un modo argumental.

                               Una nación también se define por la manera en que insulta su pueblo.  Podemos concluir, entonces, que la Argentina parece haber pasado de un país ingenioso y creativo, a uno vulgar e ignorante.

                                                                       Jorge Eduardo Simonetti

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Jorge Simonetti

Jorge Simonetti es abogado y escritor correntino. Se graduó en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Nordeste. Participó durante muchos años en la actividad política provincial como diputado en 1997 hasta 1999 y senador desde 2005 al 2011.

Se desempeñó como convencional constituyente y en el 2007 fue mpresidente de la Comisión de Redacción de la carta magna. Actualmente es columnista en el diario El Litoral de Corrientes y autor de los libros: Crónicas de la Argentina Confrontativa (2014) ; Justicia y poder en tiempos de cólera (2015); Crítica de la razón idiota (2018).

https://jorgesimonetti.com

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