BANDAZOS PRESIDENCIALES
“Tenemos que ver la manera de que Argentina se convierta en una puerta de entrada de Rusia en América Latina, para que Rusia ingrese de una manera más decidida”
Presidente Alberto Fernández al presidente ruso Vladimir Putin
* La reiterada conducta aduladora del presidente para con el interlocutor de turno, no forma parte de una estrategia de convencimiento. Es parte de su servilismo patológico que nos degrada como nación soberana e independiente. Alberto se despliega como la Wendy del cuento, que tiene a su Peter Pan como vigilante. ¿Cómo? En este artículo se lo explico.
** La disfunción psiquiátrica presidencial no es grave en sí misma en tanto se reduzca a su ámbito personal. Sin embargo, trasladado al ámbito de la actuación pública, el país circula a los bandazos internos y externos.
*** Son momentos decisivos en la marcha del país, dónde se necesita de un mensaje claro y una conducción firme, dos insumos escasos por estos tiempos.
Generalmente los países están determinados, en su política interna y en su ubicación geopolítica internacional, por los sesgos ideológicos de sus gobernantes. Esto ocurre particularmente con las naciones que ocupan las segundas y terceras líneas del escenario global, incapaces de mantener una continuidad en su línea diplomática que sea independiente de los gobiernos.
No sucede lo propio con países del primer mundo, en los que, a pesar de la alternancia democrática, mantienen inalterables los fundamentos de sus intereses nacionales, caso de los Estados Unidos y países de la Europa occidental.
También pueden darse situaciones en las que el temperamento de los gobernantes influye más o menos decisivamente en su política exterior. Tengo por caso a Trump en Estados Unidos o a Bolsonaro en Brasil.
Pocas veces que recuerde, sin embargo, las posiciones de política exterior e interna de un estado están tan determinadas por los sesgos psicológicos de sus gobernantes antes que por su ideología como en la Argentina
EL felpudesco nivel de nuestra política exterior no sólo es el producto de la improvisación, de la ineptitud, de la falta de preparación de los operadores, del desconocimiento de las reglas básicas de la diplomacia internacional, sino de algo mucho más arraigado y tiene que ver con una patología institucional que recorre todos los ámbitos de poder (especialmente el presidencial) y hace girar la suerte nacional en función de complejos psicológicos.
En psiquiatría se denomina como “síndrome de Wendy” al conjunto de comportamientos y sentimientos de una persona con una obsesiva necesidad de satisfacer y agradar al otro, una inseguridad permanente que los hace ser excesivamente serviles con los demás. Está asociado al “síndrome de Peter Pan”, que requiere una Wendy para que realice lo que no desea hacer o resolver Peter Pan.
Definitivamente considero, con perdón de psicólogos y psiquiatras, que Alberto Fernández padece del “síndrome de Wendy”.
Durante este tiempo, la sociedad fue descubriendo la veta de la personalidad de Alberto, nuestro presidente, su falla temperamental, el patito fuera de la fila, la piedra Rosetta que nos permitió descifrar sus jeroglíficos temperamentales. El presidente quiere agradar todo el tiempo a sus interlocutores, en especial a su interlocutora principal, y eso lo ha llevado a derrapar permanentemente en su gestión gubernativa.
Ya en los primeros tramos de pandemia, se dirigía a la ciudadanía con una verba melosa de inocultable intención lisonjera. Pretendía conquistarnos con la palabra, agradar a su público desde la retórica.
Pero como no se puede engañar a todos todo el tiempo, de a poco nos fuimos dando cuenta de sus contradicciones, sus dobles discursos, su moral bifronte. De tal manera, fue perdiendo credibilidad hasta convertirse en el paradigma de la simulación y el engaño.
Lo grave de todo ello es que la falla de personalidad del presidente fue haciendo mella en el funcionamiento del país. El poder formal se redujo a la búsqueda obsesiva de agradar al poder real.
Dejando por un momento las formas elusivas, decimos frontalmente que el país entero, la sociedad completa, las políticas públicas internas e internacionales, giran en torno a la intención patológica de Alberto de agradar a Cristina. Ella es la Peter Pan que se vale de su Wendy, el presidente.
Alberto siempre habla para complacer a quien tiene enfrente, dice lo que su interlocutor circunstancial quiere oír, ya sea Putin, Xi Jinping, o Juan Pérez, pero siempre mirando de reojo a Cristina, no importa si están los dos en Buenos Aires o a 14.000 kilómetros de distancia.
El miedo a decepcionar se cura decepcionando, pero Alberto prefiere pagar el alto precio al que su pulsión aduladora lo conduce, ese precio que lo ha convertido en una caricatura de su alta investidura.
La improvisada política exterior argentina, que no diferencia tirios de troyanos, llevó al presidente a abrazarse melosamente con Biden en el G 20, a ofrecerle nuestro país a Putín como puerta de entrada de los rusos a Latinoamérica y hablar mal de los EE.UU frente al mismo, a incorporarse a la Ruta de la Seda china y confesar su admiración por el régimen comunista chino.
La pregunta es si se pensó en algún momento sobre la posibilidad que Putin no necesite a la Argentina como puerta de entrada en Latinoamérica y que ningún país latinoamericano nos requiera para cumplir ese rol, o que existe una situación explosiva en torno a Ucrania que hacen altamente imprudentes sus dichos. ¿Lo hizo de comedido nomás? El ruso, impertérrito, no hizo ningún gesto.
Alberto Fernández, fascinado por la enormidad de los salones llenos de decoraciones doradas del Kremlin, de sus columnas dóricas y de sus techos altísimos, sacó a relucir su multilateralismo de tribuna, su tosca frontalidad, su inhabilidad de mal declarante, quebrando un principio básico de las relaciones internacionales: los jefes de estado no hablan mal de terceros países cuando viajan al exterior.
Los vaivenes albertistas en el exterior, nos pueden costar mucho más caro que la pérdida casi irreparable de la vergüenza nacional. Los rusos vienen por los negocios de vendernos un sistema nuevo de GPS, la construcción de un radar 3D, centrales nucleares, inversiones ferroviarias y energéticas, la instalación de una fábrica de camiones Kamaz, todo, por supuesto, con tecnología rusa.
Otro tanto sucede con China, los 23.700 millones de dólares de inversión, salvo que sean la segunda parte del “cuento chino” con que Hu Jintao hizo morder el anzuelo a Néstor Kirchner en 2004, vienen por la consolidación de la presencia china en Argentina y la dependencia de su tecnología en áreas clave, tales como la energética nuclear (Atucha III) o la conectividad 5G con el ingreso del gigante Huawei.
Pero en uno u otro caso, no son sólo negocios sino la necesidad de rusos y chinos de alinear nuevos países en sus políticas expansionistas, tanto comerciales como geopolíticas.
Si Alberto considera que EE.UU tiene excesiva influencia en nuestro país, el ofrecimiento a Putín y los mimos a Xi Jinping no significan independizarse del “amo” sino “cambiar de collar”: “no se trata de cambiar de collar sino de dejar de ser perro” le diría Arturo Jauretche.
Cómo puede verse, el “síndrome de Wendy” presidencial no es el problema sino la causa de todos los problemas. Está claro que Cristina es admiradora de Putin, lo es también de todos los regímenes autoritarios como los de Rusia, China, Nicaragua, Venezuela.
Pero la necesidad del presidente de quedar bien con Cristina nos está conduciendo al precipicio de alianzas geopolíticas con las que tenemos mucho que perder y que nos agravan los problemas que enfrentamos, aquí, ahora y en el futuro. Aunque, por estas horas, está viendo como saca la pata por los enojos causados por sus incomprensibles declaraciones formuladas en su periplo.
El cambio de roles le está haciendo mucho daño al país. Alberto, con el ropaje de Wendy, y Cristina con el de Peter Pan, nos sumergen en Neverland, el país del nunca jamás, un país de fantasía dónde los cuentos de niño ocupan la escena principal.
Dr. JORGE EDUARDO SIMONETTI
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