FRACTURA MORAL
“El mérito principal del constitucionalismo consiste en sustituir la autoridad de los hombres por la autoridad impersonal de la ley, que dibuja el ámbito dentro del cual halla su recinto la dignidad humana.”
CARLOS SÁNCHEZ VIAMONTE, constitucionalista
*El libre juego republicano de las instituciones en la Argentina ha fracasado. La capacidad de autodepuración ha sido reemplazada por una indisimulada sujeción de la Justicia al juego perverso del poder político. Una señal de la Corte, que sería inminente, podría liberar gran parte de la presión que pone en grave riesgo al sistema democrático.
**La probable declaración de inconstitucionalidad de la ley de reforma del Consejo de la Magistratura, propugnada por Cristina en 2006, que confiere mayoría al sector político en el poder, seguramente reconstituirá la fe en el sistema, hoy achicada a su mínima expresión.
***De cualquier modo, los ciudadanos en este país no podrán sacarle el ojo al comportamiento oficial, a riesgo de sufrir el homicidio del “corpus moral” de la nación.
El problema está planteado. Es éste un gobierno que ha fracturado de manera criminal la columna vertebral del estado de derecho. El vergonzoso fallo que sobresee sin juicio oral a Cristina y sus cómplices en la causa Hotesur/Los Sauces, es sólo la frutilla del postre de un proceso de verdadera “ajuricidad” iniciado en 2019.
Pocos dudan ya que el gobierno de Alberto Fernández finalmente terminará como uno de los peores de la historia argentina.
Empero, distingo tres etapas en los gobiernos kirchneristas. La primera, con la instalación de Néstor Kirchner en la presidencia, con un importante viento de cola mundial supo enderezar el rumbo económico, a la vez que, a contramano de lo que hizo en Santa Cruz, provocó un avance cualitativo en lo institucional al conformar una Corte Suprema de Justicia prestigiosa que reemplazó al Alto Tribunal “sicarlista” de los tiempos de Menem.
Una segunda, con los dos gobiernos de Cristina, dónde la visión autoritaria y confrontativa se agudizó y se produjo, fundamentalmente, un ataque sostenido y desvergonzado a las arcas del estado.
La tercera etapa es la que cumple Alberto, un gobierno cuya finalidad principal no es gobernar sino borrar los rastros del saqueo de la segunda etapa. Algo así como un presidente “campana” para alertar a sus compinches y alejar las fuerzas de la ley.
Es durante esta etapa, la del “operativo impunidad”, que el bache moral de la república se hizo expuesto, a la luz de los reflectores, con el comportamiento de magistrados que no dudaron en dejar los dedos marcados con el propósito de salvar a la reina. Era ahora o nunca, y fue ahora.
Pero lo que no advirtieron estos dos jueces de Justicia Legítima, o tal vez sí pero no les quedaba otra, es que la sociedad los miró con hartazgo y asco ante tanta inmoralidad junta.
¿Cuál es la salida que tiene una sociedad, un pueblo, cuando sus autoridades prevarican sus responsabilidades esenciales y convierten al gobierno en un “aguantadero”? ¿Revolución, resistencia a la opresión, desobediencia civil?
Según el constitucionalista Carlos Sánchez Viamonte, el constitucionalismo no es igual en Europa que en América Latina. En nuestro continente, las constituciones son las actas de nacimiento de las naciones, el estatuto de su personalidad. En Europa, en cambio, son apenas constancias escritas, pero siempre episódicas, dentro de un largo proceso de vicisitudes y de transformaciones.
Es así que, cuando los europeos hablan de revolución, se refieren siempre a un acontecimiento que produce cambios fundamentales en el ordenamiento jurídico político de la sociedad, por ejemplo la sustitución de una forma de gobierno por otra (de monarquía a república, o viceversa).
Cuando los americanos hablamos de revolución, nos referimos invariablemente a conmociones de carácter popular, convertidas en insurrección a mano armada o golpe de estado, cuyo fruto es el apoderamiento del poder como fruto -en la mayor parte de los casos- de un motín militar triunfante.
Aparecería, a primera vista, como una contradicción: la de un estado constitucional de derecho, su presunción de legitimidad, y, a su vez, su coexistencia con el derecho a la resistencia cívica.
Hay que decir que la “legalidad” de las revoluciones está determinada siempre por la “lógica del ganador”. En definitiva, son ellos, los triunfantes entre dos fuerzas en pugna, los que imponen el derecho y, en muchos casos, los que escriben la historia.
Pero ¿cuál es el sentido que la constitución le confiere al derecho de resistencia a la opresión?
Joaquín V. González desarrolla extensamente el derecho a la revolución en los países que tienen constituciones republicano-democráticas, partiendo de la base que “las ideas de constitución y del derecho a destruirla se excluyen lógicamente”.
En resumen, la Constitución argentina procura consagrar como principio político fundamental el derecho del pueblo (no de una institución como la de las fuerzas armadas) a resistir la opresión, pero no para alterarla sino para defenderla e imponer su respeto.
La pregunta es: ¿están dadas las condiciones para ello? ¿es necesario llegar a tanto? La respuesta, mi respuesta, es negativa, debemos sostener a toda costa los carriles de la legalidad, existen todavía recursos institucionales para encausar un estado en virtual quiebra moral.
Me estoy refiriendo no sólo a la pendencia de instancias judiciales superiores que pueden modificar los fallos “contra legem”, sino a la posibilidad de una reacción en el ámbito institucional.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación es el órgano superior de los estratos judiciales, y tiene no sólo la misión técnica de juzgamiento sino una mucho más importante cual es la de guardiana de las instituciones. Lo hemos dicho, el “contrapoder” del poder.
Merced a las designaciones que produjo Néstor Kírchner y Mauricio Macri, hoy podemos decir que tenemos a una Corte que ha dictado decisiones que ponen coto a los desbordes antidemocráticos. Un ejemplo de ello es la inconstitucionalidad declarada contra las leyes de “democratización de la justicia”, cuyo objetivo fue la de legalizar una justicia al servicio del poder político de turno.
Hoy, resulta necesario que el Alto Tribunal emita una señal de republicanismo que contraste con el perverso proceso de deslegitimación del poder público.
Según los medios periodísticos, parece que ello sucederá con un inminente fallo que declararía la inconstitucionalidad de la composición actual del Consejo de la Magistratura, que fue dispuesta por una reforma legal impulsada por Cristina Kirchner como senadora en 2006.
La polémica reforma, que disminuyó de 20 a 13 el número de integrantes, permitió al sector político en el poder tener mayorías propias y poder de veto, acotando la representación de los otros sectores.
Si la inconstitucionalidad sucede, el poderoso organismo de designación y remoción de jueces y administrador de los fondos del Poder Judicial tendrá un equilibrio en su composición que hará mucho más difícil el manejo político de la justicia.
Es cierto que contra la debilidad humana no hay norma que impida que los hombres sucumban ante el poder, la avaricia, la ambición, el servilismo. En definitiva, la virtud está instalada en cada uno, no en la norma.
Sin embargo, la institucionalidad juega un rol fundamental en la marcha de una república, y los desbordes políticos deberían encontrar su “san martín” en el propio juego republicano.
Por ello, una señal de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, como lo fue con las frustradas leyes de democratización, reconstituirá la casi nula credibilidad en las instituciones y en su capacidad de autodepuración.
La cuestión consiste, en definitiva, en rescatar el “corpus moral” de la nación, sin cuya presencia el cuerpo normativo se convierte en una cáscara vacía y formal.
Dr. JORGE EDUARDO SIMONETTI
*Los artículos de esta página son de libre reproducción, a condición de citar su fuente