
CUARENTA AÑOS
“De mantener este rumbo, en 10 años vamos a parecer a España, en 20 años a Alemania, en 30 años a Estados Unidos y en 40 años vamos a ser la primera potencia mundial”
Javier Milei, 12° Congreso de Economía Regional-Fundación Club de la Libertad-Corrientes
***¿Es válido sacrificar el presente para un futuro lejano e incomprobable? ¿Es justo? Si el objetivo está a 40 años, son pocos los que vivirán para contarlo. Es más, al llegar al objetivo, nada nos garantiza que sea exitoso, y nos podemos encontrar con otro gobernante que exija otros 40 años de sacrificio. El futuro es el presente, lo demás es relato.
Los libertarios tienen un enemigo jurado. Es el economista británico John Maynard Keynes, para quién el mañana es hoy. Postula la intervención del estado en momentos de crisis económica y de recesión, visión opuesta a la del extremo liberal que sostiene que es el mercado quién, con el tiempo, coloca todo en su lugar.
Existe una frase de Keynes que define su teoría: “a la larga, todos muertos”, que quiere significar que el futuro es hoy.
Técnicamente, la economía argentina ha entrado en recesión. Ello ocurre cuando los índices de actividad económica dan negativo en dos trimestres seguidos. Los analistas privados han determinado que estamos en recesión, a pesar del cambio de número ex post-facto y largas explicaciones dadas por el Indec para evitar el número condenatorio.
El presidente de la Nación nos induce a esperar 20, 30 o 40 años para ver a la Argentina potencia. En 2025, ello nos lleva a considerar si es válido ética, histórica y conceptualmente el sacrificio de una o más generaciones, en función de un futuro lejano incomprobable, al que pinta de rosa.
Cada tanto, en momentos de crisis económica o reordenamientos políticos, resurge una idea tan antigua como tentadora: “Una o dos generaciones deberán sacrificarse para que las que vienen vivan mejor.”
“El discurso político de la administración libertaria nos pinta un futuro lejano de Argentina potencia. Incomprobable, y, como diría Keynes, “a la larga, todos muertos”
La frase suena épica, casi heroica, pero cuando se examina con rigor —histórico, ético y práctico— se derrumba sola. Ninguna sociedad ha alcanzado un desarrollo auténtico y estable destruyendo las condiciones de vida de sus propios contemporáneos. Ninguna. Y las que lo intentaron dejaron cicatrices profundas que demoraron décadas en cerrarse.
La dignidad humana establece un principio simple: cada generación merece condiciones de vida justas. No importa si nació antes o después, si llegó en “mal” o “buen” momento de la historia. Convertir a una generación en la moneda de cambio para otra es una forma sofisticada de deshumanización:
las personas dejan de ser ciudadanos para convertirse en herramientas.
En términos éticos, ninguna autoridad está legitimada para decidir quién debe vivir peor en nombre de un futuro ideal. El progreso que se construye sobre injusticia no es progreso: es deuda.
El siglo XX fue un laboratorio cruel de experimentos de sacrificio generacional:
- Regímenes que impusieron hambrunas en nombre del desarrollo.
- Planes económicos que exigieron pobreza estructural como precio del equilibrio.
- Estados que apelaron a la idea de “dolor presente por bienestar futuro” para justificar políticas traumáticas.
En la mayoría de los casos, el futuro anunciado no llegó. Y cuando hubo crecimiento, su distribución fue tan desigual que las generaciones sacrificadas no vivieron para ver el supuesto beneficio.

La historia es implacable con una lección: el progreso duradero surge de políticas inclusivas, no de sacrificios masivos. El problema práctico: una generación destruida debilita a todas las siguientes
Supongamos que, por absurdo, se aceptara la idea de sacrificar a una generación. ¿Qué sociedad queda después?
Una con:
- menor capital educativo,
- peores índices de salud,
- desconfianza crónica en las instituciones,
- menos productividad futura,
- más desigualdad estructural.
“Un pacto intergeneracional justo es la base del progreso. Sacrificar generaciones no garantiza resultados positivos”
Es decir: un futuro peor, precisamente lo contrario de lo prometido. Las generaciones no son compartimentos estancos: se construyen unas sobre otras. Si una cae, las siguientes parten desde más abajo. El verdadero camino: austeridad inteligente + inversión estratégica.
La discusión honesta no es entre sufrir hoy o prosperar mañana. La discusión es cómo lograr transformaciones equilibradas, donde el ajuste no caiga siempre sobre los mismos, y donde la inversión social no se interprete como un lujo, sino como la condición misma del crecimiento.
Los países que lograron desarrollarse lo hicieron construyendo puentes entre generaciones, no muros.
A los líderes les resulta cómodo invocar el “sacrificio generacional”, porque no necesitan mostrar beneficios inmediatos, pueden culpar a la sociedad si los resultados no llegan y se arrogan un aura de visión histórica. Es un relato perfecto… excepto por un detalle: no funciona.
Las sociedades no progresan con promesas, sino con instituciones estables, reglas claras, inversión, educación, innovación y un pacto generacional justo.
Conclusión: no se trata de elegir entre generaciones, sino de impedir que alguna quede atrás
El progreso real exige un equilibrio ético:
que ninguna generación se sienta desechable, y que todas participen de los beneficios del desarrollo.
La idea de sacrificar a las generaciones presentes para mejorar el futuro no solo es injusta: es ineficaz y peligrosamente ingenua.
El futuro no se construye esperando que llegue: se construye garantizando que quienes viven hoy no sean obligados a hundirse para que otros —quizás— naden mañana.
El desafío responsable es claro: mejorar el presente sin hipotecar el mañana, y mejorar el mañana sin condenar el presente. El resto es relato.
Dr. JORGE EDUARDO SIMONETTI
