MENÚ POSELECTORAL
“Es el momento de profundizar acuerdos y minimizar las diferencias”
(presidente Alberto Fernández, antes de viajar a Europa)
*Cualesquiera sean los resultados, el gobierno sabe el tormentoso panorama poselectoral que se presenta. Sin un plan a la vista, piensan que la única salida es socializar las pérdidas a través de un acuerdo con todos los sectores. El problema principal, sin embargo, es moral. La credibilidad presidencial está por el suelo.
**Los populismos latinoamericanos, en especial el kirchnerismo, tienen una genética confrontativa. Su metodología de gobierno es luchar contra algún enemigo, creado para cada ocasión. No se entiende como la oposición podría tragar el anzuelo del consenso ofrecido.
***Con un 2023 muy lejano, la gobernabilidad es la preocupación principal. Un presidente devaluado y una coalición oficialista con graves tensiones internas, no parece constituir el mejor escenario para visualizar el futuro.
Parece un plato del menú de un restaurante gallego en Buenos Aires, adaptado al gusto argentino: Moncloa a la criolla, pero no lo es. Sí forma parte, en cambio, del menú político que el gobierno prepara para ofrecerlo al público luego del 14 de noviembre.
El acto electoral del próximo domingo es importante para la democracia argentina, lo que sigue luego, sin embargo, lo es mucho más para los argentinos, teniendo en cuenta que caminamos al borde del precipicio con un país en crisis y un gobierno sin rumbo.
Aunque no se expresen con claridad y contundencia, todavía, el oficialismo sabe que gobierna sentado en un barril de pólvora, presto a estallar quizás en los primeros meses del año entrante si es que no se adoptan dolorosas medidas de ajuste del gasto del estado.
No fueron buenos los resultados del viaje presidencial a la cumbre del G-20. Papelones aparte, no pudo conseguir un encuentro directo con su par norteamericano, Joe Biden, tampoco con ninguno que tenga real influencia en las conversaciones sobre la deuda argentina.
Es que, en el ámbito de las relaciones internacionales el doble discurso se paga, y cuesta caro. La impostura de intransigencia que mostró Fernández en nuestro país antes de viajar, diciendo que iba a negociar con dureza con el FMI (rebaja de tasas, facilidades extendidas, crédito puente), se transformaron en meros “toqueteos” pretendidamente amistosos con otros jefes de estado, que sólo nos hicieron avergonzar ante tal demostración de amateurismo diplomático.
Las condiciones objetivas que deberá enfrentar el gobierno probablemente en los primeros meses de 2022 no son nada halagüeñas: Inflación creciente, déficit fiscal gigantesco, default o acuerdo con el FMI con duras condiciones de ajuste, tipo de cambio atrasado, emisión descontrolada, pobreza en aumento, disolución creciente del poder público, descontentos sociales.
Sin un plan económico y político a la vista, el “vamos viendo” resulta insuficiente para los problemas puros y duros del presente y lo serán aún mucho más con la estrategia electoral clientelista, que incrementó el gasto público aparentemente sin resultados auspiciosos para el gobierno.
Es tal la improvisación que algo es mejor que nada, al decir de un ministro en relación al control de precios: “La inflación no se resuelve con esto, no funcionó nunca, pero era importante mostrar que estamos haciendo algo”, aunque este “algo” importe mayor perjuicio que “nada”, por las consecuencias de una inflación contenida artificialmente que explotará tarde o temprano, y, como fue siempre, la secuela de desabastecimiento.
Puede el oficialismo ganar por poco la elección (casi imposible), lograr un virtual empate (poco posible) o perder (lo predictivo), pero en cualesquiera de los tres casos no variarán las condiciones objetivas de arrastre, que pronostican un verano caliente.
La idea que ronda en los despachos oficiales es la convocatoria a un acuerdo político y económico con los sectores sociales, políticos y empresariales que les permita llegar a 2023, una especie de Pacto de la Moncloa al estilo gauchesco.
Pero este gobierno, casi todo lo hace tarde y mal. Hoy por hoy no parece factible que la oposición acepte socializar las pérdidas, coparticipar de las consecuencias del ajuste, hacerse corresponsable del descrédito en que han caído, apenas facilitarle muletas para que lleguen a 2023. Pensar lo contrario sería una ingenuidad.
En tal sentido, un líder opositor expresó que: “A un gobierno derrotado se lo ayuda a llegar a la próxima derrota, no se lo salva”.
Para realizar un acuerdo como el que planifica el oficialismo, deben darse condiciones que ni por asomo están dadas en el presente nacional.
El Pacto de la Moncloa fue un acuerdo económico y político, para sentar las bases de una naciente democracia española luego de largos años de dictadura franquista.
En nuestro caso, tenemos el período democrático continuado de 37 años, y este gobierno no comienza hoy sino que va a ingresar en su mitad final, luego de casi dos años de desaciertos y confrontación que nos condujeron dónde estamos parados ahora.
No es un acuerdo promovido por el espíritu democrático, por el amor, por la “afecttio societatis”, sino por el pánico que les genera el escenario que visualizan luego del turno electoral.
El movimiento político del presidente y de la vicepresidenta no es, ni genética ni metodológicamente, partidario de los acuerdos.
El kirchnerismo tiene en su ADN una matriz de concepción excluyente de los opuestos. Especialmente su mentora, Cristina, durante sus gobiernos provocó la fractura social que hoy continúa, un poco por su temperamento y otro poco por su genética política.
Es denominador común de los populismos, especialmente de los latinoamericanos, gobernar con la metodología confrontativa, reducir todos los problemas de gobierno a la maldad de terceros enemigos que crean para la ocasión: la oposición, el imperialismo, los empresarios, la oligarquía, la clase media, los que viajan a Miami, el “sí, pero Macri” Se está con ellos o contra ellos.
De modo tal que no parece probable que la construcción de consensos esté guiada por una sinceridad de propósitos, antes bien por la desesperación de la gobernabilidad hasta 2023.
La confianza, la credibilidad, son fundamentales para acuerdos de esta naturaleza. Un presidente tan cambiante, con decenas de vueltas de campana, y una vicepresidenta que cuyos comportamientos y maneras de hacer política rayan en la psicopatía, no son los elementos ideales para realizar un acuerdo de buena fe.
Asimismo, los diálogos institucionales deben formularse no sólo con el poder formal, sino fundamentalmente con el poder real. Hoy, en la Argentina, no conocemos dónde reside el poder, con un Alberto dedicado a cuestiones más protocolares que ejecutivas y una Cristina que, ella lo sabe, está perdiendo aceleradamente influencia y fuego electoral, aún entre sus acólitos.
La pluralidad democrática, por otra parte, exige pensamientos diferentes. Nunca puede haber acuerdos totales, porque afectan la pluralidad. Hay quienes tienen que gobernar y quienes tienen que controlar y generar opciones.
La visión única, aun cuando surja de acuerdos, es totalitarismo. No es que no haya espacio para el consenso en la democracia, pero éstos deben ser parciales, dejando el necesario lugar para el disenso democrático, así como los conflictos deben ser acotados para que no se constituyan en caos. La democracia es, en suma, un sistema de consensos parciales y conflictos acotados.
Por las razones expuestas, no creo que se configuren las condiciones necesarias para avanzar en un acuerdo político y económico, menos aun cuando hacerlo sería una especie de cogobierno o, por lo menos, una socialización de las pérdidas que ha generado el oficialismo.
Es cierto, hay que ponerse de acuerdo en algunas cuestiones, pero el problema principal es moral, porque “en boca del mentiroso…”.
“Moncloa a la criolla”, ¿con qué se come eso?
Dr. Jorge Eduardo Simonetti
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